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Balamkú y la veneración al Mundo Subterráneo

Por: Guillermo de Anda

Encontré esa cueva y pude entrar porque fue una recompensa que Dios le dio a mi padre, porque era muy buena persona y esa voluntad se hizo a través de mi”. Esto me lo dijo Don Esteban Mazón, el hombre que, siendo un niño de 13 años, tuvo la visión de que habría una cueva con agua debajo de una mata de caimito frente a la cual estaba sentado, y que era la única planta que florecía en el campo en ese momento. Esteban, a pesar de su corta edad dedicaba los días a cuidar la milpa de su papá y a cortar madera para hacer leña. Su padre, Don Eleuterio, hacía la ofrenda al Dios Chaac todos los años en mayo, muy cerca de la temporada de lluvias, con el propósito de garantizar el agua para su milpa.

Esteban pensó que en la cueva (que él estaba seguro que yacía bajo aquel árbol) podría encontrar Suhuy Ha -el agua virgen, sagrada, utilizada para la ceremonia de Ch´a´ Cháac, (petición de lluvia al Dios Chaac)- más cerca de su casa.

Fotografía: Karla Ortega / PROYECTO GAM. El goteo constante durante cientos de años ha permitido la concreción de algunos elementos como este incensario del Dios Tláloc que parece estar resguardando el paso de esta travesía hacia el corazón de la Tierra.

Todo esto sucedía en el año de 1966, en pleno Siglo XX, dentro de lo que son los límites actuales de la antigua Ciudad de Chichén Itzá. Don Esteban describe toda aquella experiencia, que incluyó trabajar por varios días él solo, removiendo piedras debajo del árbol de caimito, como una experiencia mágica. Aquel día, Esteban se sentó a dormitar sobre un montículo y, según él describe, tuvo una visión onírica pensando en que lo único que podría propiciar la vida del caimito en medio de la época de estiaje, era el agua subterránea. Al cabo de algunos días, la excavación se volvió una labor familiar, apoyada primero por su hermano Mariano, después por su padre y finalmente, por 3 amigos ejidatarios: Ermilo, Andrés y Jacinto Un Noh.

Entraron primero con antorchas, a la usanza antigua, a falta de lámparas eléctricas. Es sorprendente comprobar que lo que buscaba el joven Esteban era agua sagrada para llevar a cabo un ritual milenario, con el cual propiciar lluvia; y que una de las condiciones que debería cumplir el vital líquido, era la de ser obtenido de fuente impoluta, subterránea y recolectada por alguien digno. Esteban estaba convencido de que él y su familia fueron elegidos por su conducta y que un poder superior lo guió para poder descubrir una de las cuevas mayas más sorprendentes.

Esta tradición viene de miles de años atrás pues, para los mayas prehispánicos, todos los rasgos subterráneos eran sagrados y, después de varios milenios, los mayas actuales -en sus rezos- siguen invocando por su nombre a todas las cuevas y cenotes alrededor del área donde llevan a cabo algún ritual, ya sea para pedir permiso o para pedir el otorgamiento de algún don como la lluvia, sin duda uno de los más preciados. Los mayas consideran que cada una de las cuevas, tiene un dueño sobrenatural.

Es por eso que el relato de Don Esteban Mazón, y su comunicación con la divinidad, me parece tan congruente, ya que aparentemente se ha conservado por miles de años la tradición oral que tiene que ver con una antigua veneración hacia las cuevas, la parte oscura del universo maya, el corazón de la tierra. Después de darse cuenta de que la cueva contenía material arqueológico, el grupo de campesinos tomó una decisión ejemplar y notificaron al señor Félix Salazar (custodio en esa época del sitio de Chichén Itzá, perteneciente al Instituto Nacional de Antropología e Historia) del descubrimiento fortuito de una cueva con material arqueológico. A raíz del aviso, el arqueólogo Víctor Segovia Pinto visitó el sitio y realizó un reporte. Poco después, y sin haber investigado la cueva, él mismo dirigió a los ejidatarios a tapiar la entrada, para no ser reabierta. De esta manera permaneció casi 60 años, dado que todos los investigadores involucrados se retiraron.

Fotografía: Karla Ortega / PROYECTO GAM. Guillermo de Anda, investigador del INAH, registra una tercera ofrenda, quizás la que más material arqueológico contiene, de las siete encontradas hasta el momento por el Proyecto GAM.

En 2018, el Proyecto Gran Acuífero Maya (GAM) reabrió Balamkú, también de manera fortuita, en busca del manto freático en la zona para continuar la exploración de un cenote. Este trabajo se dio mientras investigábamos un posible paso subacuático. El nombre Balamkú (Dios Jaguar) para una cueva, no nos era familiar ya que absolutamente nada se había publicado acerca del sitio. Consecuentemente, los arqueólogos involucrados no esperábamos encontrarnos con el más importante descubrimiento arqueológico en cuevas mayas desde la cueva de Balankanché. La cueva no es fácil y es necesario arrastrarse sobre el estómago por cientos de metros de pasajes muy bajos y estrechos. Nuestro equipo se enfrentó también a circunstancias especiales debido a que, una vez que localizamos el único pasaje de la cueva que parecía tener continuación, en un minúsculo pasadizo de 50 centímetros de ancho por 50 de alto, una serpiente anillada nos salió al paso. Era pasar sobre de ella o no pasar. No pasamos. Lo que hicimos fue tomarle una foto y salir a avisarle a nuestros compañeros lo que sucedía.

Don Luis Un, el jefe de la cuadrilla de apoyo, un campesino maya con décadas de experiencia en el campo nos advirtió: no pueden pasar, esa serpiente representa al espíritu que cuida la cueva y no quiere que sigan adelante. Tenemos que hacer otra ceremonia para pedir permiso. Este sería de hecho el tercero de estos rituales que llevaríamos a cabo en la cueva esa temporada. El ritual se prolongó por 8 horas, se construyó un altar con elementos naturales, se sacrificaron gallinas, se quemó mucho incienso y se preparó y bebió balché. Al final el Ah Men, (Maestro curandero), nos dijo que el dueño de la cueva nos había permitido el paso. Cuando regresamos, la serpiente seguía ahí, por lo que traté de pegarme a la pared tanto como me fuera posible, y atravesé el pequeño corredor tan rápido como pude, y a mi regreso hacia la salida, la serpiente se había ido.

Después de aproximadamente 250 metros de prácticamente arrastrarse, se llega a la primera cámara con ofrendas, de las que hemos registrado 7 en total hasta el momento. Algunos de los recintos donde yacen los artefactos son suficientemente grandes como para ponernos en pie, lo cual ofrece un alivio momentáneo en la dura jornada; aunque, sin duda, la mayor recompensa es la visión del gran número de artefactos que contiene la cueva y, consecuentemente, la gran cantidad de información científica que nos ofrece. La mayoría de los artefactos son grandes incensarios, idénticos a aquellos recobrados en la Cueva de Balankanché. La Cueva Balamkú contiene, cuando menos, 155 de estos objetos, algunos con rostros de Tláloc y algunos otros con lunares tipo ceiba. En comparación, Balankanché posee solo 70 de estos elementos. Así como Balankanché, la Cueva de Balamkú, también contiene depósitos con malacates y metates en miniatura, entre otros muchos elementos: pero lo más importante es que todo el material parece no haber sido alterado de su contexto original, desde la época prehispánica.

Conforme nos internamos dentro de la cueva, de la que hemos documentado ya 650 metros de tortuosos pasajes, es cada vez más difícil avanzar, los pasadizos a las diferentes zonas de la cueva son pequeñas restricciones que hay que transitar con mucha paciencia y habilidad, mientras uno se arrastra sobre un lodo que se vuelve más y más pegajoso y que se incrementa rápidamente conforme nos acercamos al manto freático. Hay que sumar a lo anterior, el notorio y constante deterioro de la calidad del aire. Pero lo que sin duda es lo mas sorpréndete es el hecho de que, después de arrastrarse por estos difíciles pasajes dentro de la cueva y batallar con el aire enrarecido, sigue habiendo ofrendas en un extraordinario estado de conservación.

El encuentro con estos elementos en tales condiciones constituye una revelación. El esfuerzo que hicieron los fieles para llevar a cuestas estas ofrendas, algunas de tamaño considerable, hasta estas extremas locaciones, nos sorprende y nos hace valorar aún más la veneración que tenían los antiguos mayas por la región subterránea, sin duda la zona más sacra del universo maya. El lugar era, sin duda, uno de los más sagrados de Chichén Itzá y llegar ahí debe haber sido una prueba de entereza, valor y devoción exacerbada.

El GAM ha actuado con mucha cautela dentro de la cueva para asegurarse de que todo sea hecho de la manera correcta. En la próxima temporada de trabajo planeamos obtener información de los alrededores de la entrada de la cueva y realizar una toma minuciosa de muestras para tratar de investigar las etapas más tempranas de la misma. La fecha de terminación del uso de la cueva es otra importante pregunta. Helmke y Brady (2014), han propuesto que las cuevas eran desacralizadas después de una derrota militar, de la misma manera en la que el templo central de un sitio era destruido con fuego. Existían diferentes formas de violencia que tenían que ver con procesos de desacralización. Una de ellas era la destrucción violenta de los templos.

En el cenote Chihuohol hemos documentado huellas de violencia relacionada con probables actos de desacralización, ya que una gran cantidad de elementos que en algún momento formaron parte de algún templo, se encuentran actualmente bajo el agua (Rommey, 2004). Su posición y el contexto en el que se encuentran sugieren una intencionalidad, apoyada en el uso de una gran fuerza. La violencia también involucra frecuentemente el sellado de la entrada con rocas. Este sellado antiguo también lo vemos en Balamkú y fue precisamente este tapón de rocas (originado en la época prehispánica) el que fue removido por el Señor Mazón, descubridor de la cueva. Otras acciones tendientes a destruir la sacralidad de una cueva incluyen, por ejemplo, la destrucción de las ofrendas que contiene. En este sentido, si bien hablo aquí del extraordinario buen estado de preservación general de los materiales, cabe mencionar que también muchos de los incensarios parecen haber sido destruidos intencionalmente en la época prehispánica, lo cual podría ser un proceso de “matado” ritual, o bien, parte de una acción de desacralización.

Muchas preguntas están abiertas, seguiremos investigando esta cueva, sentando un precedente de trabajo único y esto tomará aún varios años. Buscamos algunos elementos clave para entender la cueva y sus épocas, esperando poder encontrar, por ejemplo, restos de carbón que puedan ayudarnos a fechar, entre otras cosas, el sellado prehispánico de la cueva, lo cual puede estar relacionado con la caída de Chichén Itzá.

Fotografía de portada: Karla Ortega / PROYECTO GAM. Guillermo de Anda, investigador del INAH, registra una tercera ofrenda, quizás la que más material arqueológico contiene, de las siete encontradas hasta el momento por el Proyecto GAM.

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